PRIMERA PARTE
1
El día en que cumplí siete años, el 14 de abril de 1873, mi madre, Molly Walsh, me vistió de domingo y me llevó a la plaza de la Unión a tomarme una fotografía, la única que existe de mi infancia, donde aparezco de pie junto a un arpa con el aspecto despavorido de un ahorcado, que se explica por los minutos que debí de permanecer sin respirar frente a un cajón negro y el susto que me llevé con el fogonazo de la lámpara. Aclaro que no sé tocar ningún instrumento, el arpa era uno de los polvorientos accesorios teatrales del estudio, junto a columnas de cartón piedra, jarrones chinos y un caballo embalsamado.
El fotógrafo era un hombrecillo bigotudo de origen holandés, que se había ganado el sustento con su oficio desde la época de la fiebre del oro. En aquel tiempo los mineros que bajaban de las montañas a depositar sus pepitas de oro en los bancos de San Francisco se tomaban retratos para enviarlos a sus familias casi olvidadas. Cuando del oro no quedó más que el recuerdo, los clientes del estudio eran gente encumbrada que posaba para la posteridad. Nosotras no entrábamos en esa categoría, pero mi mamá tenía sus propias razones para obtener un retrato de su hija. Por principio, más que por necesidad, regateó el precio con el artista. Que yo sepa, ella nunca ha comprado nada sin darse el gusto de pedir rebaja.
—Ya que estamos aquí, vamos a ver la cabeza de Joaquín Murieta —me dijo cuando salimos del estudio del holandés.
Al otro lado de la plaza, la que daba acceso al barrio chino, me compró un bollo de canela y después me llevó a una taberna insalubre. Pagamos la entrada y recorrimos un largo pasillo hasta la parte posterior del local, donde un tipo patibulario levantó una pesada cortina y nos hizo pasar a una sala de cortinajes lúgubres alumbrada con cirios de iglesia. Al fondo había una mesa cubierta con paños negros y dos grandes frascos de vidrio. No recuerdo el resto de la decoración, porque el pavor me paralizó. Mientras yo temblaba de miedo, aferrada con las dos manos a la falda de mi mamá, ella parecía eufórica. En el primer jarrón flotaba una mano humana en un líquido amarillento y en el segundo había una cabeza de hombre con los párpados cosidos, los labios recogidos, la dentadura a la vista y los pelos erizados.
—Joaquín Murieta era un bandido. Como tu padre. En general, así acaban los bandidos —me explicó mi mamá.
De más está aclarar que esa noche sufrí de espantosas pesadillas. Me dio fiebre, pero mi mamá consideraba que a menos que alguien estuviera sangrando, no había necesidad de intervenir. Al día siguiente, con el mismo vestido y los malditos botines, que ya tenían dos años de uso en mi poder y me quedaban bastante estrechos, recogimos la fotografía y nos fuimos caminando al distrito elegante de San Francisco, donde hasta entonces yo no había puesto los pies. Calles empedradas enroscadas en los cerros, casas señoriales con jardines de rosas y arbustos recortados, cocheros de librea y caballos lustrosos, y ni un solo mendigo a la vista.
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Mi existencia transcurría en el barrio de La Misión, en la multitud variopinta y políglota de inmigrantes de Alemania, Irlanda, Italia, los mexicanos, que siempre habían vivido en California, y un grupo considerable de chilenos que llegaron con la fiebre del oro en 1849 y varias décadas más tarde seguían siendo tan humildes como cuando inmigraron. Del oro, nada. Si pudieron conseguir algo en las minas de las sierras, se lo quitaron los blancos que llegaron después. Muchos regresaron a su tierra sin fortuna, pero con historias fabulosas que contar, y otros se quedaron porque el viaje de vuelta era largo y costoso. En La Misión teníamos fábricas, talleres, basura, perros sin dueño, burros flacos, ropa tendida y puertas abiertas, porque no había nada valioso que robar.
Ese peregrinaje con mi mamá al universo inalcanzable de la clase alta fue mi primer atisbo de que éramos pobres. No me refiero a la pobreza de pasar hambre entre ratones, como la que sufrieron mis abuelos maternos en Irlanda, sino la modestia de quienes viven al día. Hasta ese momento no me había fijado en la existencia de personas de mejor situación que nosotros, porque no tenía contacto con ellas, solo las veía de lejos cuando iba con mis padres al centro de la ciudad, lo que ocurría rara vez. Los coches con caballos relucientes, las damas con exagerados vestidos victorianos de vuelos, flecos y rosetones, los caballeros de chistera y bastón y los niños vestidos de marinero eran seres de otra especie. Nuestro barrio lo habitaba gente trabajadora, todos éramos más o menos iguales. Allí la mayoría de las viviendas albergaba a una o dos familias de niños descalzos, mujeres eternamente preñadas y hombres alcoholizados que intentaban ganarse el pan en diversos oficios. En comparación con nuestros vecinos, mi pequeña familia era afortunada. Tal como decía mi honorable padrastro, teníamos trabajo, cariño y dignidad, no necesitábamos nada más. También contábamos con una casita decente y carecíamos de deudas.
No me atreví a preguntarle a mi mamá adónde íbamos, así que la seguí cerro arriba y cerro abajo aguantando las ampollas en los pies. En esa época Molly Walsh era una joven de rostro angelical, es decir, con la expresión beatífica de los mártires de las iglesias, y una voz cristalina de ruiseñor, que todavía conserva y resulta engañosa, porque es fuerte y mandona. En las raras ocasiones en que menciona a mi padre le cambia la voz, y en vez de su tono habitual algo plañidero escupe las palabras. Sin que ella lo dijera, adiviné que esa dolorosa caminata al barrio de los ricos estaba relacionada con él.
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Llegamos jadeantes a Nob Hill, en lo más alto del cerro, con una vista panorámica de la ciudad y de la bahía de San Francisco. Nos detuvimos frente a la mansión más imponente de la calle, protegida por una alta reja de hierro coronada con puntas de flechas, a través de la cual vislumbré un jardín maravilloso con una fuente de piedra que vertía agua por la boca de un pez. Al fondo se alzaba una enorme casa color mantequilla con un porche de columnas y una puerta monumental de madera oscura flanqueada por dos leones de piedra. Mi madre dijo que era un esperpento de nuevos ricos, pero a mí me dejó boquiabierta; así debían de ser los palacios de los cuentos. Permanecimos frente a esa reja durante varios minutos recuperando el aliento, mientras mi mamá se secaba el sudor de la cara y se acomodaba el sombrero. De pronto, antes de que ella alcanzara a tirar del cordón de la campanilla, salió por un costado de la casa un hombre con traje negro y cuello almidonado, cruzó la vasta extensión del jardín en nuestra dirección y se dirigió a mi madre sin abrirle la puerta de la reja. Creo que le bastó una mirada para evaluar con precisión nuestra clase social, a pesar del esmero que ella había puesto en nuestra presentación.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó en tono altanero con un acento británico tan cerrado que casi no le entendimos.
—Vengo a hablar con el señor Gonzalo Andrés del Valle —replicó mi madre, tratando de imitar la petulancia de ese hombre.
—¿Tiene cita con él?
—No, pero me va a recibir.
—Me temo que está de viaje, señora.
—¿Cuándo vuelve? —le preguntó mi mamá con el ánimo desinflado.
—No sabría decirle.
El hombre abrió la puerta, pero no nos hizo pasar, nos dejó en la calle. Sentí que nos examinaba de la cabeza a los pies y supongo que llegó a la conclusión de que no representábamos una amenaza o una molestia, porque adquirió un tono ligeramente más amable.
—El señor Del Valle viene de visita a San Francisco de vez en cuando, pero vive en Chile —aclaró el inglés, y agregó que la familia no recibía visitantes sin previa cita.
—Dígame adónde puedo enviarle una carta. Es muy importante —dijo mi madre.
—Déjela conmigo, señora…
—Señora Molly Walsh —replicó ella, sin mencionar su apellido de casada: Claro.
—Me ocuparé personalmente de que llegue a sus manos, señora Walsh —le aseguró el hombre.
Ella le entregó el sobre que contenía mi fotografía y la nota en que le presentaba a Emilia, su hija. Esa no fue la última carta que le enviaría a mi presunto padre.
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Me crie con la idea de que mi padre biológico era un chileno muy rico y yo tenía derecho a una herencia que el destino me había birlado, pero que Dios, en su infinita misericordia, pondría a mi alcance en su debido momento. La estrechez económica del presente era una prueba que me enviaba el cielo para aprender humildad, pero en un futuro yo sería recompensada, siempre que fuera obediente y virtuosa. La virtud se medía con virginidad y recato, porque nada ofende tanto a Dios como una chica ligera de cascos y desfachatada. En misa y al rezar cada noche de rodillas junto a mi cama, mi mamá me hacía pedirle a Dios que ablandara el corazón de nuestros deudores y que los perdonara en la medida en que ellos pagaban sus deudas. Habrían de pasar varios años antes de que yo comprendiera que esa bizantina oración se refería a mi padre.
En verdad, mi niñez fue perfecta. Mi mamá me mimaba, pero vivía muy ocupada y no tenía tiempo ni disposición para vigilarme, y mi padrastro estaba seguro de que su princesa era incapaz de una maldad, así que tampoco me vigilaba. Tenía razón, yo fui una chiquilla introvertida, viciosa de la lectura, solitaria y sensible, que se entretenía sola y no daba problemas, hasta que el ventarrón de la adolescencia me transformó en una arpía. Por suerte, esa etapa no duró demasiado. La estrechez a que se refería mi mamá era irrelevante, porque nadie a nuestro alrededor tenía más, y la hipotética herencia era un cuento de hadas, que yo me cuidaba mucho de mencionar, porque se habrían burlado de mí. Me espantaba la posibilidad de que ese misterioso chileno, un bandido como Joaquín Murieta, apareciera un día para reclamarme como su hija y llevarme lejos, porque la idea de separarme de mi mamá me aterraba y porque mi padre era Francisco Claro, a quien siempre he llamado Papo, y nadie más. Lo era entonces y seguirá siéndolo siempre, aunque no seamos de la misma sangre.
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Molly Walsh, mi madre, nació en Nueva York, hija de inmigrantes irlandeses, que llegaron escapando de la hambruna de la patata. Al escuchar que en California el suelo estaba empedrado de oro, su padre se unió a las caravanas de pioneros que cruzaron el continente de este a oeste en 1849 con la esperanza de hacerse ricos. Por el camino murió uno de sus hijos, que quedó abandonado en una pequeña tumba sin nombre. A los pocos meses de arribar a la naciente y caótica ciudad de San Francisco, falleció su esposa de consunción. Esa mujer, mi abuela, resistió heroicamente los meses terribles del viaje, porque debía velar por los niños que le quedaban, pero el coraje y la voluntad no le alcanzaron para prolongar su existencia en California, la tierra de gente ambiciosa y ruda adonde fueron a parar, y en uno de sus ataques de tos sanguinolenta se le detuvo el corazón. El viudo, mi abuelo, se vio solo con los hijos en una ciudad inclemente, y comprendió que no podía hacerse cargo de ellos si pretendía cumplir el propósito de encontrar oro. Se llevó a las sierras al mayor, que ya tenía doce años, colocó al segundo de peón sin sueldo en una hacienda, y dejó a Molly, de cuatro años, en un orfanato fundado por tres monjas mexicanas, con la promesa de que tan pronto tuviera la fortuna que ambicionaba, iría a buscarla. Eso nunca llegó a suceder.
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En su niñez Molly era sumisa y piadosa, parecía disfrutar del sufrimiento. Así me lo ha contado mi Papo, pero cuesta creerlo al verla ahora convertida en la guerrera que encabeza las protestas callejeras y, armada de su uslero de amasar, se enfrenta por igual a borrachos, bandidos, policías y otros que suelen armar líos en nuestro barrio. La pequeña Molly pasaba tantas horas de rodillas, ayunaba con tanto fervor y aceptaba con tal resignación las burlas y bromas pesadas de sus compañeras, que adquirió el apodo de Santa Molly. Las dos monjas más jóvenes, mujeres sencillas, la distinguían entre el montón de niñas, conmovidas ante el posible milagro de tener en su seno a una santa en gestación. En los primeros tiempos, la madre Rosario, directora de esa minúscula comunidad religiosa, no le dio importancia a la exagerada devoción de Molly y la loca esperanza de las otras dos monjitas; sus pupilas eran niñas huérfanas o abandonadas que a menudo manifestaban conductas extrañas, sin embargo, tuvo que intervenir cuando a los once años la chiquilla empezó a tener visiones y oír voces. Eso ya era demasiado. La madre Rosario consideraba que la beatería estaba bien en mujeres ociosas, pero no tenía lugar allí, donde el amor a Dios se probaba trabajando. Decidió que el límite entre los mensajes celestiales y la enfermedad mental era muy tenue, y se dispuso a curar la santidad de raíz con baños de agua fría y aceite de geranio. Obligó a Molly a ingerir tres comidas al día, estrechamente vigilada para que tragara y no fuera después a vomitar a escondidas, y la puso a trabajar en el jardín con pala y picota, en las bateas del lavado, en el horno del pan y en el suelo con cepillo y lejía. Entre las legumbres con arroz de cada día y el sudor del trabajo pesado, la niña navegó los años difíciles de la pubertad y la adolescencia con cierta normalidad, pero mantuvo siempre su inclinación a lo dramático. Como jamás tuvo noticias de su padre o de sus hermanos, aceptó la idea de que su única familia eran esas tres monjas. Estaba tan ocupada que le quedaba poca inspiración para imitar a los mártires del calendario, pero su vocación religiosa se mantuvo intacta y a los quince años rogó ser aceptada en el noviciado.
Y así fue como Molly Walsh tuvo la dicha inmensa de que le raparan la cabeza como a un preso y de vestir el hábito blanco de tela áspera de las novicias. Se integró en el pequeño grupo de mujeres entre las cuales había crecido, dispuesta a entregarse en cuerpo y alma a la caridad. Hubiera preferido entrar en un convento de clausura, algo verdaderamente austero y bárbaro, un edificio de piedras heladas donde estuviera permitido usar un cilicio para castigar la carne, dormir sobre el suelo duro con un tronco por almohada y ayunar hasta el desmayo; pero tuvo que conformarse con una existencia más amable en la casona de adobe del orfanato, donde los camastros de tablas tenían colchones de crin de caballo y la comida era sencilla pero abundante. La madre superiora, cuyo buen apetito se manifestaba en el contorno de su cintura y los rollos de sus caderas que el hábito no lograba disimular, era partidaria de alimentarse bien, porque no se podía servir al Señor sin fuerzas ni buena salud.
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A los diecisiete años, Molly estaba lista para cumplir la labor para la cual la habían entrenado: servir y educar. Había mucho que hacer en el orfanato, pero la madre Rosario creyó conveniente que su pupila saliera al mundo, a ver si descendía de las nubes, adquiría algo de sentido práctico y ponía a prueba su vocación. Sospechaba que la chica tenía una hoguera por dentro que ningún hábito de monja podría contener.
El mundo al cual se refería la monja superiora se limitaba al distrito de La Misión, cuyo origen se remontaba a la primera misión de frailes franciscanos en el siglo XVIII. Allí se juntaba la numerosa población mexicana de San Francisco. Días después del descubrimiento del oro, se firmó el vergonzoso Tratado de Guadalupe Hidalgo, que puso fin a la guerra y México cedió a Estados Unidos más de la mitad de su territorio, incluso California. La mayor parte de las antiguas haciendas de mexicanos fueron expropiadas y los campesinos que habían vivido allí durante generaciones, despedidos. Algunos persiguieron inútilmente el sueño del oro, otros se convirtieron en bandidos y el resto se las arreglaba como podía. Sabíamos que ciertos vecinos se ganaban la vida asaltando a los viajeros en los caminos, pero mientras respetaran a la gente de La Misión, nadie los denunciaría. Más de una vez se había dado el caso de que en una redada de la policía los vecinos habían tenido que esconderlos, porque a su vez ellos solían retribuir con favores y en un momento de necesidad prestaban dinero sin interés. Nadie confiaba en los banqueros, ellos sí que eran ladrones.
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Molly Walsh se empleó como maestra en una escuelita con el pomposo nombre de El Orgullo Azteca. Consistía en una sala de adobe y techo de paja, donde se hacinaban los alumnos, todos varones entre las edades de seis y diecisiete años. Las clases eran en español, pero había un par de chiquillos irlandeses y otro negro, nieto de esclavos, cuya familia había llegado a California escapando de Alabama durante la guerra civil. Los tres aprendieron el idioma rápidamente. El modesto local contaba con dos mesas largas y varios banquillos y sillas donados por los vecinos, una estufa de leña en un rincón para combatir la humedad de la neblina y freír huevos, un armario con materiales escolares y una letrina en el patio. También había un gallinero que proveía los huevos para la merienda de los niños, porque algunos de ellos llegaban a clase con el estómago vacío. Todavía quedaban algunas poderosas familias hispanas en California, pero sus hijos se educaban en colegios religiosos lejos de La Misión. Los alumnos de El Orgullo Azteca eran pobres.
El fundador de la escuela, director y único maestro hasta la llegada de Molly, era un mestizo de Chihuahua llamado Francisco Claro, conocido por todos como don Pancho, un verdadero sabio, que pasaba su existencia estudiando con la ambición mesiánica de explicar el universo, la vida y la muerte. Nada escapaba a su apasionada curiosidad ni a su formidable memoria. Su deseo de despertar en sus alumnos el prurito del conocimiento se estrellaba contra la dura realidad, porque apenas aprendían los rudimentos de la lectura, escritura y aritmética, los muchachos dejaban la escuela para ir a trabajar. Rara vez estudiaban más de un año o dos. Hasta los más chicos tenían que contribuir a la familia y ganar su subsistencia.
Don Pancho recibió a la joven novicia con respetuoso agradecimiento. La necesitaba. Con ella de asistente pudo separar a los alumnos. Dividió la única sala de clase con un biombo de papel pintado con garzas y emperadores, que consiguió en el barrio chino, y él se dedicó a los chicos mayores, mientras ella se encargaba de los menores. También delegó en Molly la ingrata tarea de mantener la escuela con donaciones, que conseguía entre los pocos mexicanos de buen pasar y los blancos adinerados deseosos de aplacar la mala conciencia que suele acompañar a la codicia desmedida. A ella, con su cara de ángel, sus modales suaves y su hábito religioso, era muy difícil negarle lo que pedía por caridad. Tal como sostenía la madre Rosario, que era mestiza de pura cepa, la piel traslúcida y los ojos azules de Molly le abrían muchas puertas que estaban cerradas para la gente de color.
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Desde los primeros días, a Molly y a don Pancho les cambió la vida. A ella se le abrió un horizonte insospechado y él pudo compartir con ella su pasión por el saber y la tarea de educar. Pasaban el día juntos, llegaban al amanecer para limpiar el patio, la letrina y el gallinero; a mediodía preparaban la merienda de tortillas y huevos revueltos para la clase; enseñaban hasta las cinco de la tarde y después de que los alumnos se iban, Molly se quedaba a estudiar bajo la dirección del maestro. Así aprendió del prodigioso mundo animal, las incontables galaxias, las costumbres de pueblos remotos, la infalibilidad de las matemáticas y todo aquello que él consideraba esencial. De la maldad del mundo, sin embargo, permaneció tan ignorante como lo había sido entre las monjas.
Por primera vez don Pancho tenía una discípula con buena disposición para aprender y tiempo para hacerlo. Imaginaba que Molly era maleable, un lienzo blanco, impoluto y liso donde él podía imprimir su sello; no sospechaba que bajo su aparente ingenuidad Molly ocultaba una voluntad inquebrantable. Tal vez ni ella misma lo sabía entonces. Muy pronto se instalaron cómodamente en sus rutinas y se estableció entre ellos una relación de padre e hija tan inocente que la madre Rosario no se inquietó por el hecho de que la novicia pasara tanto tiempo a solas en compañía de un hombre. Al director de El Orgullo Azteca no se le conocían los vicios de alcohol, juego, peleas o mujeres, tampoco parecían gustarle los hombres; de hecho, se rumoreaba que había perdido las bolas en la batalla de Chapultepec, donde combatió a los veintiún años, no por fervor patriótico, como él mismo decía, sino porque lo reclutó el Ejército de Santa Anna a punta de bayoneta. Creía que solo los locos con ganas de matar se prestan voluntariamente para ir a la guerra.
El hábito que cubría a Molly de pies a cabeza ocultaba la forma de su cuerpo, pero no tapaba su cara de muchacha bonita. Mi mamá posee ese tipo de piel blanca que con cualquier emoción se ruboriza y en la juventud es luminosa, pero no resiste bien el paso de los años. Tiene la nariz recta de las estatuas clásicas, la boca pequeña, hoyuelos infantiles en las mejillas, el mentón partido y los ojos del color intenso del lapislázuli, que con la edad no se han desteñido. Ni una hebra de cabello estaba a la vista bajo su apretado pañuelo de novicia, pero por el color de esa piel y esos ojos cabía imaginar que era rubia. No lo era. Debajo de la toca mi madre tenía el cabello negro cortado a tijeretazos. Si alguna vez don Pancho estuvo tentado de admirar sus atributos femeninos, descartó el pensamiento de inmediato. El hábito era una coraza, Molly Walsh era intocable. Aun siendo enemigo acérrimo de la religión, consideraba a esa joven tan sagrada como a la Virgen de Guadalupe.
Y así, entre el estudio, el trabajo y la camaradería, transcurrieron los tres años siguientes en El Orgullo Azteca y se acercó la fecha en que por fin Molly tomaría el velo de monja. La madre Rosario había decidido que la ceremonia tendría lugar en diciembre con motivo de la visita de un obispo itinerante que habían mandado de México y andaba recorriendo las iglesias y parroquias de California. Sería una ocasión solemne dentro de la pobreza digna del orfanato.
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Molly Walsh nunca llegó a ser monja, y cualquier ilusión de santidad que albergara en su primera juventud fue demolida en pocos días por un señorito chileno de bastante fortuna, fina estampa y escasos escrúpulos. Se llamaba Gonzalo Andrés del Valle. Era mi padre, según tengo entendido. El hombre se fijó en la novicia, impresionado por su rostro y la gracia de su porte, y dedujo que debajo del horrendo hábito que la cubría había un cuerpo apetecible. No sé dónde la vio por primera vez, quizá ella andaba tocando a las puertas de las mansiones de Nob Hill con su canastilla de pedir donaciones para la escuela y así se encontraron. El chileno, acostumbrado a satisfacer sus caprichos con impunidad, se propuso conquistarla y el hábito, lejos de frenarlo, fue un incentivo.
Nunca sabré cómo se las arregló ese señorito chileno para derrotar la resistencia de aquella joven para quien casi todo era pecado y nada escapaba al juicio implacable de Dios, pero el hecho es que la atrapó como a un conejo hipnotizado. O tal vez no tuvo necesidad de emplear complicadas estrategias y le bastó despertar el afán de amor que ella llevaba adentro como un volcán dormido. Tampoco sé dónde cometieron el acto que dio origen a mi persona. Hablo en singular, porque se me ocurre que después de esa primera vez, Del Valle perdió interés en la aventura. Por supuesto, nada de esto me lo ha contado mi mamá, pero me resulta fácil imaginarlo porque la conozco muy bien. Sin ropa, Molly resultó ser aún más bella de lo que el chileno había imaginado, a pesar del cráneo rapado de lunática, pero era pudorosa en extremo, sensiblera y melodramática; en resumen, un fastidio. La chica no se prestaba para escarceos eróticos, el encuentro fue como una violación y el efímero placer del acto se disipó de inmediato y a él le quedó un mal sabor de boca por haber engañado a aquella novia de Cristo. La inocencia de la chica le complicaba la existencia; lo que menos deseaba era una mujer histérica que se entregaba rígida como un cadáver y después, bañada en lágrimas, murmuraba padrenuestros y le rogaba a Dios que la perdonara mientras él se ponía los pantalones. Debía librarse de ella y lo más compasivo era cercenar la relación de un solo golpe, como decapitar a una gallina. Eso transformaría la pasión amorosa en resentimiento y la muchacha podría olvidarlo fácilmente. Se las arregló para evitarla.
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Molly Walsh ignoraba los aspectos mundanos de la existencia, pero no era boba y pronto se dio cuenta de que había sido usada y descartada como un harapo. Con ayuno severo, piedrecitas en los zapatos y otras mortificaciones intentó pagar su pecado y arrancarse de raíz la ilusión del amor. Decidió no volver a pensar en ese amante fugaz y tal vez lo habría conseguido si yo no hubiera existido. Varias semanas después de la apresurada aventura carnal descubrió que estaba encinta. Lo interpretó como castigo divino, así me lo dijo muchas veces: yo no soy fruto del amor, ni siquiera del placer, soy un castigo de Dios. Mi mamá me lo recuerda cuando me porto mal, pero no le hice caso en mi infancia y ahora que soy adulta me da risa. Por suerte estaba don Pancho, quien me dio la confianza necesaria para salir a flote; según él, yo soy un premio del cielo. En fin, para qué vamos a gastar palabras en este asunto que en realidad no me hizo daño.
Del Valle no respondió a las misivas desesperadas que Molly le hizo llegar a la mansión de Nob Hill, pero finalmente ella logró atraparlo en la catedral de la Inmaculada Concepción, adonde acudían los católicos empingorotados para ser vistos en la misa dominical del mediodía. Desde el fondo de la nave ella lo vio pasar por delante del confesionario, comulgar y rezar arrodillado con devoción teatral; lo esperó a la salida, se le colgó de la chaqueta y lo increpó, roja de vergüenza. Varias personas se detuvieron a gozar del espectáculo; nada más sabroso que un escándalo de la aristocracia. A decir verdad, Del Valle nada tenía de aristócrata, era un nuevo rico, como casi todos los ricos de San Francisco, ciudad de aventureros. No era anglosajón ni protestante, provenía de un país que casi nadie podía ubicar en un mapa, por lo tanto no podía aspirar al título de aristócrata en Estados Unidos.
El origen de la fortuna de los Del Valle, acumulada durante la fiebre del oro, fue el curioso negocio de transportar en barco a California productos comestibles desde Chile. A la visionaria matriarca de la familia, Paulina del Valle, se le ocurrió la fantástica idea de cubrir el fondo de un velero con pedazos de hielo de un glaciar del sur de su país y sal gruesa y llenar la cala con verduras, frutas, huevos, carnes ahumadas, embutidos de la mejor calidad, quesos frescos y otras delicias, viajar durante dos meses desde Valparaíso hasta San Francisco, vender la mercadería perfectamente preservada a precio de oro y luego ir a Panamá a vender el hielo que le sobró. Repitió esta aventura una y otra vez con inmensa ganancia hasta que otros navíos más rápidos empezaron a competir con ella. Ninguno de sus descendientes tenía la audacia de doña Paulina, y el espíritu empresarial desapareció en la familia. Si me refiero a ella es porque un día habrían de cruzarse nuestros caminos. Gonzalo Andrés era uno de sus sobrinos, además de su ahijado, y resultó ser tan holgazán y de pocas luces como el resto de sus primos y hermanos.

Ese día en la iglesia, Gonzalo Andrés cogió a Molly de un brazo y, apartándola bruscamente del grupo de feligreses que salía de la misa, la acusó de endilgarle un crío que no era suyo. ¿Qué prueba existía de que él fuera el padre? Cierto, era virgen cuando se acostaron —y conste que ella lo hizo de muy buena gana—, pero de eso hacía más de dos meses y entretanto podría haber tenido otros amantes. Si el hábito de novicia no le impidió follar con él, tampoco le pudo impedir hacerlo con otros, le dijo masticando las palabras y en voz baja, para que no lo oyeran los curiosos que se iban acercando disimuladamente. En un impulso inexplicable, dado el carácter timorato y sumiso que había mostrado hasta entonces, Molly Walsh se secó las lágrimas a manotazos y lo amenazó con énfasis aterrador y elocuencia de oráculo.
—¡Ninguna mujer te va a querer, no podrás tener otros hijos y te irás de cabeza al infierno!
En ese momento la verdadera Molly Walsh, atrevida y corajuda, emergió entre los pliegues del hábito y llegó para quedarse. El seductor recibió la siniestra profecía con una risotada burlona, le dio la espalda y se marchó. Sin embargo, con el tiempo Gonzalo Andrés del Valle comprobaría que esas palabras se le habían clavado en los huesos. No pudo olvidarlas.
…..
Mi madre escondió su embarazo durante cinco meses, hasta que llegó diciembre y en vez de prepararse para la ceremonia con el obispo trashumante, debió admitirle su estado a la madre Rosario. Ya no era la novia de Cristo, sino una futura madre soltera, inmoral, pecadora, otra ramera de Babilonia. La monja superiora replicó que California quedaba muy lejos de Babilonia, había que enfrentar la situación con calma. Se sentía responsable de lo ocurrido por haber mandado a esa inocente al mundo y no tuvo corazón para hacerle demasiados reproches. Molly había perdido la honra y había sido abandonada, que Dios se apiadara de ella. Le entregó un poco de dinero de la cajita de la limosna, una falda de paño negro y una severa blusa blanca de mangas largas y cuello cerrado, que encontró entre la ropa que la gente donaba para los pobres. La muchacha se despidió de ella y de las otras monjas con el compromiso de llevar una vida irreprochable y educar en el seno de la Iglesia católica al niño o la niña que iba a tener. Después fue a buscar consuelo adonde su único amigo, el maestro de El Orgullo Azteca.
Don Pancho Claro se había enamorado de Molly apenas la conoció, pero convirtió esa atracción en camaradería, porque no se sentía digno de esa joven que estaba destinada a la Iglesia y, además, él la doblaba en edad. A pesar de que durante tres años la había visto a diario, se le pasaron por alto los cambios recientes en su aspecto, porque ella era muy delgada y el ropaje holgado de novicia disimulaba su barriga. El maestro demoró un minuto en reconocerla cuando la vio aparecer vestida de señorita a una hora inesperada y no se fijó en su cintura hasta que ella le confesó su drama.
—¡La muerte es preferible! Ya no hay lugar en el mundo para mí. ¿Qué voy a hacer? —sollozó Molly trágicamente.
—Por el momento, nada. Esperar, es todo lo que puede hacer, Molly —respondió don Pancho.
—¿Cómo voy a hacer eso, maestro? No puedo volver al orfanato a ofender a las monjitas con mi pecado. ¡Estoy en la calle!
—Véngase a vivir conmigo. Mi casa es pequeña, pero hay una habitación para usted. Estas cosas se arreglan solas, permítame ayudarla —le ofreció él.
—¿Vivir con usted? ¡Qué va a decir la gente!
—La gente hablará de todas maneras, Molly, a menos que me haga el inmenso honor de casarse conmigo —le dijo don Pancho con tanta timidez que ella creyó haberle oído mal y el pobre hombre tuvo que repetir su proposición.
—¿Casarme con usted, don Pancho? Pero no lo amo…
—Ambos sentimos respeto y afecto por el otro, ese es un buen comienzo, Molly. Aunque no pretendo merecerla, tal vez con el tiempo usted llegue a quererme un poco. No la molestaré con demandas matrimoniales. Podemos ayudarnos y acompañarnos mutuamente. La soledad es muy dura.
—¿Y esto? —le preguntó ella señalando su panza con un gesto dramático.
—Yo me haré cargo, no se preocupe.
—El responsable de esto se llama Gonzalo Andrés del Valle y este bebé va a llevar su apellido —le anunció ella.
—¿Por qué? Ese hombre se ha lavado las manos en este asunto —argumentó el maestro.
—Porque al bebé le corresponde una herencia —dijo ella.
—Eso no será necesario, Molly. No tengo fortuna, pero le aseguro que a este niño o niña nada le va a faltar.
…..
Se casaron a la semana siguiente. Ella quería hacerlo en estricta privacidad, dada la vergüenza de su condición, pero don Pancho era de la opinión de que a los chismes hay que salirles al encuentro con determinación y de que una boda sin fiesta sería un insulto a la comunidad. Había vivido durante años en ese barrio, conocía a toda la gente, había educado a muchos de los niños, era árbitro de las pendencias y consejero en las dificultades. Nadie le iba a perdonar que se casara a escondidas. Los vecinos cerraron la calle, colgaron banderines multicolores y prepararon montañas de comida. Había mole de treinta ingredientes, chiles rellenos, cabrito asado, carnitas, enchiladas y tacos, pozole de cerdo y cerros de tortillas de trigo y maíz. No faltó nadie, hasta las monjitas, encabezadas por la madre Rosario, acudieron a la parranda con bandejas de pasteles. Para los menores había horchata y ponche de frutas, y para los adultos, cantidades ilimitadas de sotol, el licor de Chihuahua que puede contener hasta un cincuenta por ciento de alcohol y también se usa para matar cucarachas y atenuar el dolor en la cirugía. Los músicos deleitaron a la concurrencia con rancheras, jaranas, valses y canciones populares que bailaron por igual los mexicanos y los inmigrantes de otras tierras. La calle quedó sembrada de basura y de ebrios contentos. Hasta las monjas se fueron trastabillando al orfanato.
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A su debido tiempo, Molly Walsh dio a luz a una niña —esa soy yo— y nadie celebró tanto el acontecimiento como don Pancho Claro. «¡Es igual a mí!», dicen que exclamó al verme, y no se equivocó, porque aunque físicamente no nos parecemos en nada, tenemos muchas otras cosas en común. Me bautizaron Emilia del Valle Claro, así figuro en el libro de registros de la parroquia de La Misión. Mi madre insistió en Del Valle y don Pancho impuso el apellido Claro, porque yo no era una bastarda cualquiera, era la hija que él siempre quiso tener.
Jamás he lamentado el vacío que dejó mi progenitor, porque he contado con un padre excelente, pero ese escurridizo chileno flotaba en el aire de mi infancia como un persistente moscardón. Sin la alegre ternura de mi padrastro, mi mamá me habría envenenado el corazón con su despecho. Nunca pudo superar el engaño que había sufrido y creo que mi presencia se lo recordaba con demasiada frecuencia. Aunque mantuvo sus modales suaves, su vocecita de adolescente y sus remilgos de novicia, se endureció por dentro. Se me ocurre que esa dureza tal vez estuvo siempre agazapada en su interior y afloró con la desilusión del primer amor traicionado. Mi mamá es muy sensible, para ella todo es personal, hasta la lluvia y el viento, y con los años se ha puesto achacosa. No padece de ninguna enfermedad, pero suele manifestar los síntomas de cualquiera que le llame la atención, así ha pasado incólume por disentería, cólera y malaria, que apenas se da en California, pero ella leyó en alguna parte que suele diezmar a los colonos ingleses en la India.
—Lo que usted tiene es lepra, mamá —le dije un día en que le picó una araña y le dejó una roncha.
—¡Dios es testigo de que mi propia hija se burla de mí! ¡Voy a sentarme en esta silla a esperar a que todo el sufrimiento de Job me caiga encima! —exclamó con cierta oculta ironía.
Desde entonces le recordamos a Job cuando se pone demasiado histriónica. Por lo general, eso corta en seco el ataque. Sufre migrañas, que no son imaginarias, y tiene las tripas delicadas por haber ayunado tan severamente en su primera juventud, pero eso no disminuye en nada su energía ni su afán de trabajar. Mi mamá nunca descansa. Su ropa es oscura y simple, nada de adornos ni del carmín en las mejillas que se ha puesto de moda; si no fuera por el cuidado que dedica a su peinado, parecería la monja que quiso ser. La convivencia con don Pancho, agnóstico y anarquista, ha atenuado su fanatismo católico, pero no ha logrado curárselo.
En aquella época El Orgullo Azteca era la única escuela con clases en español y era el corazón del barrio; en cierta forma, todavía lo es. Molly compartía las responsabilidades de su marido en la enseñanza y en las obras de caridad, además de hacer las labores domésticas, porque él es un sabio que vive de las ideas y no hay que molestarlo con asuntos prosaicos, como dice ella. La verdadera razón es que él no tiene ni un ápice de sentido práctico. Si ha de freír un par de huevos, don Pancho pierde diez minutos frente al sartén meditando en alta voz sobre la trillada cuestión filosófica de si el huevo viene antes o después de la gallina. Molly carece de paciencia para eso.
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Nunca sabré los detalles de la intimidad de mi madre y su marido, porque es uno de los tópicos que no me atrevería a plantearles, pero adivino que vivieron en castidad por un buen tiempo. Al principio, la desilusión traumática de Molly, su embarazo y la maternidad se interpusieron entre ellos. Durante los primeros cinco años de mi vida dormí en la cama de mi mamá en la habitación principal, mientras don Pancho lo hacía en una litera en la pieza chica. Creo que no tenían un matrimonio normal, pero se querían mucho; la gente comentaba que eran una pareja ideal. Don Pancho siempre ha sido muy tierno, indulgente y generoso con mi mamá y ella reserva su coquetería y sus bromas solo para él. Esa mujer tan seria en público se convierte en una muchacha juguetona cuando está sola con su marido. Él siempre la ha amado y a su debido tiempo la simpatía y el cariño que ella sentía por él se transformó naturalmente en amor y tal vez en pasión. Un día me anunciaron que ya tenía edad para dormir sola y sin más trámite me trasladaron a la pieza que antes era de mi Papo, mientras él ocupó mi lugar en la cama de mi mamá. Estoy segura de que la espera valió la pena. A pesar de sus grandes diferencias, don Pancho y Molly han permanecido enamorados como un par de novios. Como era de esperar, nuestra familia aumentó y ahora cuento con tres hermanos.
Antes de tener otros hijos, mi mamá visitaba a los ancianos, acompañaba a los enfermos, ayudaba a las viudas y madres abandonadas. Todavía se levanta al amanecer para hornear el pan de los mendigos y alcanzar a la primera misa de la mañana antes de cumplir con el resto de sus obligaciones. La modesta casa de don Pancho, alzada en el mismo terreno de la escuela, consistía en tres piezas semivacías, que ella convirtió rápidamente en un hogar acogedor. Encaramada a una escalera, pintó las paredes por dentro y por fuera, tejió colchas y cortinas a crochet y plantó un jardín de flores y varios árboles frutales. A ella le ha tocado siempre juntar los fondos para financiar la escuela y es la administradora natural de los gastos familiares. Como a su marido el dinero le sirve para regalarlo, ella le da una mesada que le alcanza apenas para cigarrillos. Con los ahorros compró muebles y pudo agregarle una cocina a la casa, una sala y un corredor techado para sentarse por las tardes.
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A pesar de su carácter exigente, los achaques reales e imaginarios, la prisa para juzgar, la vocación de diva trágica y los largos silencios taimados de mi madre, su marido la adora y vive agradecido de su buena suerte por haberse casado con ella. A sus ojos, Molly será siempre la hermosa muchacha de diecisiete años que se empleó en El Orgullo Azteca, nunca cambió. Aunque ella es casi veinte años menor que él, la diferencia ya no se nota, porque ella ha envejecido prematuramente y para él se detuvo el reloj. Puedo probarlo, porque tengo un retrato de ambos en su boda. Ahora, veintitantos años más tarde, mi Papo sigue igual, con todos sus dientes amarillos por el tabaco, el pelo abundante, el bigote negro y la misma expresión inquisitiva y traviesa. De él tengo el carácter optimista, pero por desgracia tengo muy poco de mi madre. No heredé su lustroso cabello negro, ni su piel perlada ni sus ojos de lapislázuli; solo su altura, que me ha servido para que no me miren desde arriba. Tengo ojos oscuros y pelo castaño.
Siempre supe que Francisco Claro no es mi padre, pero ese es un dato abstracto y banal, porque de hecho lo ha sido con creces. Nadie me ha querido tanto como ese maestro bigotudo y chaparrito, mi Papo. Tuvo tres hijos con mi mamá, pero yo fui hija única durante más de ocho años antes de que nacieran mis hermanos y en ese tiempo acaparé toda su atención y su cariño. He sido siempre su favorita, la luz de sus ojos, como me llama cuando se pone sentimental, lo que ocurre a cada rato. Según él, puede consentirme como a una princesa porque soy su niña, mientras que a los varones hay que criarlos con mano firme para que sean hombres de bien. Nunca permitió que mi madre me castigara a chancletazos, pero acepta que ese es el método más eficiente para enderezar a mis hermanos.
—¡Mimas demasiado a Emilia! Esta mocosa pretende que la sirvan, no sabe hacer nada. Espero que le dé sarna, para que aprenda a rascarse sola —solía decir mi madre.
2
El idioma de mis primeros años fue el español, pero cualquiera que nace en Estados Unidos acaba hablando inglés. Los fundamentos de mi educación los adquirí en El Orgullo Azteca, como muchos de los niños del barrio, pero la cultura y el desplante me los inculcó don Pancho Claro en cada momento de nuestra vida en común. También alimentó mi insaciable curiosidad, que me ha empujado adelante desde muy chica. Según mi madre, la curiosidad es peligrosa en una mujer, porque conduce a la desgracia. Dice a menudo que la curiosidad mata al gato, y si alguna vez me encuentro en problemas, será culpa de mi Papo. Esta característica se me ha manifestado de muchas formas a través de los años, pero en esencia es lo que me impulsa a buscar lo que hay a la vuelta de la esquina y más allá en el horizonte.
Mientras otros chiquillos pateaban una pelota y saltaban a la cuerda, yo me divertía aprendiendo todo lo que mi Papo deseaba enseñarme, desde el contenido del diccionario y de sus textos de ciencia, hasta a jugar a las cartas y bailar, porque decía que así se hacen amigos. Todavía hoy, habiéndome convertido ya en una mujer adulta con vida propia, somos íntimos amigos; le cuento mis secretos, compartimos libros y periódicos, comentamos las noticias, que siempre son malas, paseamos en la naturaleza identificando plantas y aves, vamos a museos, al teatro y, a veces, si viene alguna compañía de Nueva York o Europa, vamos a la ópera. Mi mamá, siempre ocupada con sus hijos menores, las tareas domésticas y sus obras de caridad, rara vez participa en nuestras actividades, excepto cuando se trata de planear crímenes.
Si bien es cierto que mi Papo carece de los vicios habituales, tiene una debilidad que comparte conmigo: las novelas de diez centavos. No hay quien no conozca esos libritos que se popularizaron en Estados Unidos durante la guerra civil, de noventa o cien páginas, tamaño de bolsillo, papel ordinario, con historias escritas al volar de la pluma sobre indios, vaqueros, aventureros y soldados, fáciles de leer y entretenidas. Los críticos los consideran basura para semianalfabetos, pero en realidad llenan un vacío en las vidas de la gente sencilla, en especial entre hombres y muchachos, porque a las mujeres las atrae muy poco ese tipo de lectura, la mayoría no tiene tiempo para leer y las señoritas ociosas de la burguesía prefieren la poesía y el romance. Mi Papo los colecciona y yo he devorado todos los que él posee. A los diecisiete años se me ocurrió contribuir a la colección.
—¿Qué le parece si me pongo a escribir novelas de diez centavos, Papo? —le propuse un día.
—¿Cómo piensas hacer eso, princesa?
—Es fácil. Asesinatos, codicia, crueldad, ambición, odio… ya sabe, Papo, lo mismo que en la Biblia y la ópera.
—Estás muy joven para eso —me dijo.
—No pierdo nada con intentarlo. ¿Usted me ayudaría? —le pregunté.
Yo llevaba varios años trabajando con él en la escuela, porque mi mamá ya no podía hacerlo, estaba muy ocupada con mis hermanos. Deseaba aliviar la carga de mi Papo con sus alumnos, pero no tengo vocación de maestra, soy demasiado impaciente. Él aceptaba mi ayuda agradecido, pero insistía en que yo debía adquirir una profesión antes de que apareciera en el horizonte un pretendiente más decidido que otros y yo cayera en la tentación de casarme. Decía que con una profesión podría mantenerme sola y hacer lo que me diera la gana, sin depender de un marido ni de nadie. Mi mamá consideraba que cualquier mujer que trabaja para mantenerse acaba siendo pobre, porque le pagan poco, y agregaba que él quería verme convertida en solterona para que nunca me fuera de su lado. Seguramente tenía razón. Si de adquirir un diploma se trataba, ella sugería Enfermería, mientras mi Papo insistía en Medicina. Ya existían unas pocas mujeres en esa profesión graduadas en la Universidad de California, pero a mí el dolor, la sangre, las heridas y la muerte, que tan buen uso les he dado en mis novelitas, no me atraen en la vida real. No podía imaginar entonces que el destino me tenía reservado una buena dosis de aquello.
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De este modo comenzó mi carrera en las letras, si así puedo llamar a este oficio. Las novelas satisfacían mi deseo de explorar más allá de mi limitada realidad. Escribiendo podía trasladarme a cualquier parte y hacer lo que se me ocurriera. Mi Papo quiso ayudarme al principio, pero curiosamente fue mi mamá quien imaginó el argumento del primer libro: una joven es violada por una banda de desalmados, que pagan la fechoría con sus vidas. Nada muy original, excepto que la venganza no está a cargo de un héroe de recia mandíbula y buena puntería, sino de la chica misma, que se viste de hombre para matar a los cuatro malhechores, uno por uno, de la manera más brutal.
Nunca habíamos visto a mi mamá tan entusiasmada; mientras más espantosos eran los detalles de aquella orgía de sangre, más contenta estaba. El melodrama le calza como un guante. Se me ocurre que al despachar a esos cuatro felones al otro mundo se dio el gusto de castigar a su seductor, Gonzalo Andrés del Valle. Incluso pretendía que la doncella castrara a los violadores antes de asesinarlos, pero supuse que eso sería demasiado para mis posibles lectores masculinos. Los hombres son muy quisquillosos respecto a sus partes privadas.
Mi Papo pulió un poco el manuscrito, yo lo traduje al inglés y después él se lo llevó a un editor, porque a mí no me habría prestado la menor atención. La venganza de la doncella, por un tal Brandon J. Price, se publicó simultáneamente en inglés y español, para competir con las novelas que llegaban de México.
La emoción de ver mi primer libro impreso es indescriptible, nunca he vuelto a sentirla con ninguno de los que he publicado desde entonces. Al abrir el paquete envuelto en papel de estraza y encontrar los diez ejemplares que mandó el editor, me puse a llorar como una mocosa. Mi Papo pretendía invitar al vecindario completo a celebrar, pero le recordé que no podíamos divulgar que Brandon J. Price era yo. Habíamos pasado horas pensando en el nombre más macho posible antes de decidir mi seudónimo. Ese era un secreto que hasta mis hermanos, todos menores de nueve años, tendrían que guardar. A falta de fiesta, decidió marcar la ocasión con un par de regalos durables: le compró a mi mamá aretes de filigrana y granate y a mí una medalla de oro con la imagen de la Virgen de Guadalupe, ambas joyas en el más puro estilo mexicano.
Ese verano se vendieron nueve mil ejemplares en inglés de mi novela en todo el país y dos mil novecientos en español en Texas y California. Cuando la editorial solicitó otra no tuvo que esperar, porque ya estaba lista gracias a mi entusiasmo por la escritura y la valiosa imaginación morbosa de mi mamá. La segunda se llamaba Una mujer mala,y la protagonista era la misma doncella ultrajada de la primera novela, que se dedicaba a vengar a otras víctimas. A eso siguieron muchos otros libritos de diez centavos y folletines semanales en los periódicos, con los que Brandon J. Price se hizo un nombre. Traté de ampliar mi repertorio con novelas románticas para el público femenino, pero no me resultaron. La fórmula consiste en variaciones sobre el amor sembradas de obstáculos entre una muchacha buena y pobre y un noble rico y desencantado del amor, pero como los editores exigen que siempre triunfe la virtud y la moral, no logré inspirarme. Además, mi madre no podía ayudarme con argumentos convincentes; lo de ella nunca ha sido el romance, solo la tragedia.
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Ese título de «mujer mala» se convirtió en una broma familiar. Mi mamá me crio con firmes principios católicos, similares a los que las monjas le inculcaron a ella: mucho pecado, contrición, culpa, cielo, purgatorio e infierno, y cuando su marido intervenía en mi favor para suavizar las reglas, ella lo paraba en seco con el argumento de que debían formar a una mujer buena. Así zanjaba la discusión. Nunca ha aclarado en qué consiste eso exactamente, pero de acuerdo con la tradición es una boba que se somete a las reglas impuestas por otros. Un día le grité en medio de una pataleta que quería ser una mujer mala. Yo tenía seis años. Es el único momento de motín infantil que recuerdo; los verdaderos ataques de rebelión fueron más tarde, cuando aparecieron dos protuberancias sobre mis costillas y vello entre las piernas. Mi mamá alcanzó a invocar a Dios por testigo y a levantar la chancleta en el aire antes de que mi Papo le sujetara el brazo. Mi buen padrastro se aferró a eso para ridiculizar el concepto de mujer buena y lo hizo con tanta elocuencia que ahora mi mamá admite que en ciertas ocasiones ser mala es conveniente, siempre que una lo sea con discreción. «No hay necesidad de meter bulla», agrega.
Los ingresos de mi aventura literaria, que ha funcionado muy bien desde el comienzo, han servido para ayudar en mi casa y para mis propios ahorros, que mi mamá siempre ha considerado sagrados.
—Ya que no tienes marido, y al paso que vas dudo que llegues a tenerlo, debes velar por tu futuro —me repite a menudo.
Entre ella y yo mantenemos a la familia, yo con mis libritos y otros escritos, ella con su sentido común, su espíritu ahorrativo y su trabajo. El pan de los pobres, que Molly Walsh ha hecho por caridad desde hace muchos años, con el tiempo se ha convertido en una industria doméstica. Mandó construir dos hornos de barro en el patio y se puso a hornear panes de varias clases, salados y dulces, primero sola y después con la ayuda de un par de muchachas del barrio. Cada mañana, incluso los domingos, hay una cola de clientes esperando el pan. Y cada mañana despierto con la visión reconfortante de mi madre y sus dos ayudantes amasando, y el olor incomparable del pan caliente, que descansa sobre el mesón de madera humeando bajo paños blancos. Lo que no se vende en la mañana, por la tarde va a darlo a los mendigos, que han apodado a la panadera Santa Molly, sin sospechar que así la llamaban en la niñez.
Mi mamá sostiene que no basta con ganar dinero, hay que saber manejarlo, especialmente en el caso de una mujer, porque a nosotras nos engañan, nos pagan menos, nos roban y, si nos casamos, todo pasa a manos del marido. Ella no tiene ese problema, porque a mi Papo no se le ocurriría ni preguntar por el dinero que ella gana o por la forma en que lo administra. Sabe que si no fuera por el esfuerzo y el buen criterio de su mujer, seríamos pobres de solemnidad. Tampoco le interesa lo que yo gano; es mi mamá quien lleva las cuentas.
Cuando estoy escribiendo esto, mi Papo sigue enseñando en la escuela, aunque ya le falta poco para los setenta años y a su edad los que no están muertos están cabeceando en una silla de mimbre y masticando el aire. Vive de estudiar, leer y pensar, despreocupado de los asuntos materiales; nada necesita, nada pide, siempre que no le falten sus cigarrillos. Mi mamá dice que ese temperamento de saltamontes lo mantiene joven, mientras que ella es como las hormigas del cuento, que laboran y ahorran; por eso tiene arrugas y canas.
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Así, entre ayudar a mi Papo en la escuela y escribir novelas de acción y sangre, pasó el tiempo sin darme ni cuenta. Me faltaba poco para cumplir veintitrés años cuando empecé a trabajar de columnista en el Daily Examiner. Así se llama ahora el antiguo Democratic Press, que fue un periódico esclavista y por lo tanto estaba prohibido en nuestra casa. Después del asesinato del presidente Lincoln, la oficina del periódico fue asaltada por una turba furiosa que destruyó las instalaciones a hachazos; entonces cambió de inclinación política y de nombre. Fue adquirido por un empresario de minas que le puso el nombre actual. Se decía que lo había ganado en una partida de póquer.
Cuando me enteré de que el periódico había pasado a manos del hijo de ese empresario, un joven de mi edad llamado William Randolph Hearst, me atreví a pedirle audiencia, porque se rumoreaba que tenía ideas modernas y estaba contratando a ilustradores y escritores, algunos que mi Papo y yo habíamos leído, como Jack London, Ambrose Bierce y Mark Twain. Era un tipo ambicioso que soñaba con poseer un imperio de la prensa, una cadena de periódicos en las ciudades más importantes del país. Pensé que en ese imperio podría haber algún empleo para mí, porque empezaba a cansarme de las clases en El Orgullo Azteca y las novelas de diez centavos, necesitaba abrirme al mundo y todo lo que este contiene, en vez de limitarme a imaginarlo. No pude hablar con Hearst, por supuesto, pero después de mucho insistir, aclarando que no pretendía un puesto de mecanógrafa, sino de periodista, me recibió el editor en jefe.
Su oficina estaba separada por un vidrio de la sala de redacción, donde trabajaba una docena de reporteros en la penumbra del humo de cigarrillos y el concierto atronador de máquinas de escribir, teléfonos, telégrafo y voces. El señor Chamberlain era un hombre con una larga trayectoria en la prensa, dinámico y apurado, que me dio cita para diez minutos exactos, como insistió el recepcionista. Me recibió de pie, dispuesto a despacharme en cinco, pero somos de la misma altura y al enfrentarnos cara a cara no le resultó fácil intimidarme. Mi Papo me inculcó confianza en mí misma desde chica. «Acuérdate de que eres más inteligente que los demás», me repetía a menudo. Además, llevaba varios años publicando y tengo más experiencia que cualquiera de los tipos que machacan las teclas en la redacción del Examiner.
—No tenemos mujeres reporteras —me anunció Chamberlain a modo de saludo.
—Por eso mismo estoy aquí, señor. Su periódico me necesita —le contesté.
—¿Qué experiencia tiene en periodismo? —me preguntó, sorprendido ante mi audacia.
—Ninguna, pero sé escribir.
—Pruébelo. Le doy quince minutos para que me presente una página sobre la exposición de flores de San Francisco —me dijo señalándome una mesa vacía al otro lado de la ventana que nos separaba de la sala de redacción.
—No puedo, señor. Las flores me aburren, pero si quiere le escribo dos páginas sobre el asesinato de Arnold Cole. Deme veinte minutos.
El editor me clavó la vista durante unos segundos eternos, con el ceño fruncido, y por último me indicó una silla, se sentó detrás de su escritorio y encendió pausadamente un cigarro mientras me observaba intrigado. Me di cuenta de que estaba ganando tiempo y me dediqué a examinarlo a mi vez. Yo tenía veintidós años y parecía menor, a pesar de que me había vestido de matrona para esa entrevista, con chaqueta de terciopelo azul oscuro de mangas abultadas y un sombrero del mismo color adornado con un pájaro emplumado que mi mamá usa en ocasiones especiales.
—A ver, señorita… ¿cómo dijo que se llama? —me preguntó al fin el editor.
—Emilia del Valle Claro, pero mi nombre de pluma es Brandon J. Price.
—¿Nombre de pluma? ¿Cómo es eso?
—Escribo novelas de diez centavos y folletines de aventuras para revistas y periódicos. Se venden muy bien. Los editores no me conocen, les mando mi trabajo por mensajero o por correo, creen que el autor es un hombre —le expliqué sacando un par de ejemplares de mi bolso.
El hombre les echó una mirada asqueada, como quien escarba en la basura. Las burdas ilustraciones de las tapas eran truculentas, cuerpos desmembrados o degollados, puñales, revólveres, manchones de sangre.
—¿Usted escribe esto? —me preguntó sujetándolos con la punta de los dedos.
—A todo el mundo le gustan los crímenes, ¿no cree?
—Supongo que tiene razón. Pero para cubrir crímenes tengo varios reporteros fogueados. Esos no son temas para una mujer. Voy a darle una oportunidad en la sección femenina, en las páginas sociales; no me defraude, señorita.
Me puse de pie y me alisé la falda.
—Lo siento, señor. Hasta luego.
Chamberlain me atajó en la puerta. Estaba poco acostumbrado a negociar con mujeres.
—¿Qué puede escribir sobre el asesinato de Cole que yo no sepa? —me preguntó.
—Depende. Basándome en lo que ha salido hoy en la prensa, puedo contarle lo mismo en un estilo espeluznante, pero si me da un par de días para investigar, puedo traerle algo nuevo —le dije.
—Le doy dieciocho horas. Pero le advierto que tengo a Eric Whelan a cargo del caso, es nuestro mejor periodista. Escríbame una crónica. No me la mande con mensajero, venga a verme personalmente.
—Si la publica, ¿sería con mi nombre? —le pregunté.
—Con un nombre de mujer nadie la tomaría en serio. La puedo publicar con su nombre de pluma. ¿Cómo dijo que era? ¿Brandon J. Price?
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En San Francisco, como en casi todas partes, la humanidad se divide en capas sociales. Según mi Papo, en algunos países, como Inglaterra o Francia, se requiere el refinamiento de generaciones o un título nobiliario para pertenecer a la clase alta, pero en San Francisco, una ciudad joven que hace tan solo cuarenta años era una aldea de mormones llamada Yerba Buena, basta el dinero, que en general no proviene de la fiebre del oro sino de los negociados, los bancos, la industria, además de la corrupción y el crimen. Los hombres de fortuna tienen el poder político y económico, mientras que sus mujeres controlan celosamente el acceso a la buena sociedad. Para esa gente, entre la que se contaba el infortunado Arnold Cole, el mundo de la clase trabajadora, los inmigrantes recién llegados y los pobres de siempre es como otro país. Dudo que alguno hubiera puesto los pies en mi barrio de La Misión, donde vivían mi familia, mis amigos y muchos de mis lectores. En cambio, nosotros, los de abajo, nos introducimos de forma solapada en las vidas de ellos. Somos invisibles.
Apenas se supo del drama de Cole, sucedido hacía solo un día, empezó la ola de rumores en La Misión. Mi madre llegó del mercado con las verduras de la cena y los detalles sabrosos del crimen, que pasaban de boca en boca con la advertencia de no divulgarlos para proteger a una vecina inocente. Por fortuna, entre nosotros nadie sabe guardar un secreto.
Naturalmente, cuando el señor Chamberlain me dio el encargo de Cole, lo primero que se me ocurrió fue movilizar a la red de chismosos de mi barrio, porque todavía no disponía de ninguno de los contactos con la policía que ahora tengo. En pocas horas, ayudada por mis padres, descubrí el origen de los rumores y ubiqué a Josefa Palomar, la humilde mujer que sabía más que nadie de la vida privada del senador y cuyo anonimato los chismosos no pudieron proteger.
Arnold Cole era un político de California, aunque había nacido en Delaware, de enardecida oratoria, que inició su carrera como partidario de la esclavitud, pero cuando esta empezó a estar mal vista dejó de mencionarla y se dedicó a la defensa de la superioridad de la raza blanca y la religión protestante. Sembraba animosidad con sus diatribas contra católicos y judíos, que al aumentar en número amenazaban la moral y el equilibrio racial, y los chinos, que si bien no se mezclaban, según él también eran un problema. «Estados Unidos es un país blanco y protestante, debemos impedir la invasión de gente de color, gente inferior que viene a aprovecharse de los beneficios de América y a imponer sus degradantes costumbres», alegaba. Decía que los negros habían venido como inmigrantes de África, que se habían civilizado bajo la protección de los blancos y que lo mejor para ellos sería que los repatriaran a sus tribus. A sus espaldas se comentaba que se había casado por conveniencia; su esposa era ocho años mayor que él y no se esmeraba en su apariencia; de hecho, estaba deformada por la gordura, mientras que él tenía reputación de dandi por su pinta atlética, sus trajes ingleses y sus purasangres. El dinero de su mujer financiaba sus caprichos y le garantizaba una posición ventajosa en la sociedad. Los caballos de carreras le valieron cierta fama, su retrato aparecía en tarjetas de colección, esas que vienen en las cajas de tabaco y de cigarrillos. Decían que usaba tanta colonia que a su paso se desmayaban las plantas. Como cualquier político, contaba con el mismo número de seguidores que enemigos, pero nadie lo tomaba tan en serio como para matarlo. Tenía cuarenta y siete años cuando murió de un balazo tan bien colocado que le dejó apenas un hueco del tamaño de medio dólar en la nuca. Lo sorprendieron por detrás y posiblemente no alcanzó a darse cuenta de lo que ocurría; se especulaba que murió de pie, antes de desplomarse en el suelo. La policía guardaba silencio mientras conducía la investigación, pero la prensa se estaba dando un banquete con las especulaciones.
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Josefa Palomar nació y se crio en una de las antiguas haciendas mexicanas que fueron confiscadas y divididas a mediados de siglo. Ya tenía sus años, le calculé unos cincuenta y tantos, y para ella el concepto de América no existía, seguía viviendo en tierra mexicana. Hablaba muy poco inglés y no le hacía falta, su existencia transcurría entre los que hablaban español, pero trabajaba para los blancos. Conocía muy bien a mi Papo porque sus hijos asistieron a El Orgullo Azteca cuando eran chicos, por eso aceptó conversar conmigo. Me presenté en la casita donde vivía con su hija, su yerno y tres nietos pequeños. Me ofreció café y nos sentamos en el patio, alejadas del bochinche de su familia.
—Cuénteme lo que sabe del señor Cole, doña Josefa. Le prometo que voy a proteger su nombre —le pedí.
—No lo mataron en la calle, niña Emilia, eso es todo lo que puedo decirle.
—Usted trabajaba para él, ¿verdad?
—Haciendo limpieza no más. En un apartamento que tiene en la calle Fillmore —me respondió.
—Entonces lo conocía bien…
—No lo veía casi nunca; me dejaba el pago sobre la mesa y cuando yo llegaba él ya se había ido. Allí lo visitaban muchachos —me aclaró.
—¿Cómo dice? —le pregunté.
—Mujeres, nunca vi. Hombres sí. Jovencitos. Hacían cochinadas y a mí me tocaba limpiar —me explicó.
—¿Por qué cree usted que no lo mataron en la calle?
—No llegó allí por su voluntad, niña Emilia. Lo llevaron. Mire, lo encontraron ayer, que era miércoles, pero el martes lo vi muerto con mis propios ojos. Y no estaba en la calle, sino tirado en el piso de su apartamento. Desnudo lo encontré al pobre señor, con todas sus vergüenzas al aire, que Dios lo perdone —me contó persignándose.
—¿Qué hizo usted? —le pregunté.
—Lo más cristiano habría sido ponerle por lo menos los calzoncillos, pero me dio miedo y me fui corriendo, pues. No le conté a nadie, solo a mi hija, pero ya ve como todo se sabe —me respondió con un suspiro.
—Debería haber avisado a la policía, señora Josefa.
—¡Cómo se le ocurre, niña! No quiero problemas con esos tipos, son todos blancos y peores que bandidos —exclamó.
—Tarde o temprano se va a saber del apartamento y que usted lo limpiaba. La van a interrogar de todas maneras —le expliqué.
—¿Qué me va a pasar?
—Si nadie la vio entrar ni salir el martes, supongo que no tiene por qué decir lo que vio.
—¿Y qué digo entonces? —me preguntó.
—Hágase la tonta, usted no sabe nada, no ha estado allí desde la semana pasada. Por lo que me cuenta, alguien vistió el cadáver y se las arregló para dejarlo en la calle y simular que lo habían asaltado —le dije.
—Serán cosas de maricones, pues, niña…
Mi Papo, que tenía conocidos en todas partes, pudo hablar con un bedel de la morgue y con la mujer que les llevaba comida a los policías al cuartel, así consiguió averiguar otros detalles. Esa noche escribí mi crónica con lo que podía revelar sin mencionar a Josefa Palomar. Era un tema estupendo para mi próxima novela, como dijo mi mamá, pero tenía que reservarlo para el Examiner.
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En la segunda entrevista no tuve que esperar en la antesala, el señor Chamberlain me recibió de inmediato. Me señaló la misma silla que yo había ocupado antes y se plantó junto a la ventana a leer mis dos páginas. Después se asomó a la puerta y le indicó a su secretaria que llamara a Eric Whelan.
—¿Le apetece un café o una manzanilla, señorita? —me ofreció abriendo un gabinete lleno de botellas y sirviéndose un vaso de buen tamaño.
—Brandy, por favor —le contesté para impresionarlo.
Lo sirvió y me lo alcanzó, sorprendido. En ese momento entró Eric Whelan. Resultó ser uno de esos irlandeses pecosos, de cabello rojo, alto y desaliñado, que abundan en San Francisco, sobre todo entre los policías; tenía la camisa y los dedos manchados de tinta, los pantalones arrugados y sujetos con suspensores, la nariz quebrada y barba corta y bigote que no eran colorados sino de color castaño. No se correspondía con la imagen que yo tenía de un periodista, más bien parecía un pugilista pobretón. Le calculé unos treinta y tantos años. No puedo negarlo, me pareció atractivo, aunque no era mi tipo; a mí me gustan los italianos de pelo negro. Chamberlain le pasó mis dos páginas, volvió junto a la ventana y miró la calle mientras Whelan leía. Aproveché para vaciar el brandy en la escupidera que había junto al escritorio. Whelan terminó de leer con un largo silbido.
* * *
MI NOMBRE ES EMILIA DEL VALLE de Isabel Allende
Cortesía Plaza & Janés